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domingo, 6 de noviembre de 2016

UN CAFE DULCE PARA JUAN




-Se terminó el azúcar.-  En el silencio de la mañana la frase quedó rondando en la cocina.
Arrastró las pantuflas hasta la habitación, donde el gato todavía dormía. Despacio, comenzó a recoger la ropa que había dejado en el respaldo de la silla. Se miró en el espejo, no había nada en los ojos. El pelo revuelto, la barba de cinco días.
Se vistió sin apuro, como autómata, con cuidado de no olvidar algún detalle.
El pantalón con seis bolsillos fue cargado por completo. La chaqueta cruzada con ocho botones flojos, cubriendo la piel de pergamino.


Se acordonó los “borcegos” y fue a la pared. –la 9 mm no tiene carga – el gato levantó la cabeza como si pudiera entender. Buscó la caja en el mueble de metal, saco varias, unas al bolsillo y las demás al arma.
Revisó cada uno de los seis bolsillos del pantalón, navaja, gas pimienta, radio, la vieja manopla, y las otras municiones. Se cruzó el rifle en la espalda.
Volvió al espejo y se peinó con las manos, se miró un instante, los ojos seguían igual.
Respiró profundo y sacó las trabas de la puerta. Salió un poco encorvado, mirando alrededor, cerró la puerta rápido y comenzó a caminar.
Hacía días que no lo hacía, quedaba un comercio de alimentos en la zona, eran 7 cuadras. La ciudad estaba seca, solo algunos vehículos blindados y él caminando. Tras las gruesas rejas, las ventanas y algunos, que lo miraban sorprendidos.
La brisa trajo unos gritos de mujer y ladridos de perros, calculó que estarían a un kilómetro pero hacia el este, y él se dirigía al sur. Todo parecía estar bien, tal vez lo lograría.
Una ambulancia blindada se estaba llevando al “Gordo”, había escuchado los disparos, pero no pensó que se trataba de él. Debe haber salido a sacar la basura y con ese cuerpo, es seguro que no pudo correr. Un vecino más que ya no estaría. En estas 4 manzanas quedaban veintidós, pero el último mes fue más difícil para todos. Le habían avisado en la radio comunal que se fue Marisa, la farmacéutica, se había desangrado. Cómo fue que sacó la mano para entregar aquél medicamento, eso nadie puede entenderlo, si tenía doble ventanilla. Tal vez estaba distraída, o tal vez cansada y quiso entrar en contacto. Llevaba meses sin salir.
Lo peor fue lo de Alberto, porque lo atraparon con los niños. No alcanzó a entrar en el garaje, disparó hasta caer. Ése era un buen amigo, lo conocía desde unos  40 años atrás, por aquellos tiempos en que se juntaban en el bar. Recordó que entonces, hasta jugaban fútbol al aire libre, -qué tiempos aquéllos – dijo en un susurro.
Se despabiló un poco, tantos recuerdos lo distrajeron por unos momentos. Tocó la culata de su pistola para volver a la realidad y alargó los pasos. Todavía quedaban unas 5 cuadras. La mañana parecía no saber lo que ocurría en el país, porque estaba hermosa, fresca y suave, las hojas amarillas regaban la calle. Era una belleza peligrosa, mucho ruido al caminar sobre la hojarasca, siguió por el césped.
Detrás de sí escuchó algo, o lo presintió, antes de darse vuelta ya tenía la pistola en la mano. Un perro traía una bolsa de residuos en su boca. Respiró, revisó el entorno, vio caras conocidas en las ventanas, saludó con la mirada y continuó.
Esta calle… Junín, la había transitado desde sus primeros pasos. Tenía una bicicleta amarilla, su primera bicicleta, con “asiento banana”. Eran cinco amigos, todos con la suya, yendo y viniendo, haciendo los mandados a la vieja. La esquina era un derrame de ruedas y juguetes.
Las chicas del barrio, coquetas, en la puerta. Don Ernesto, el ferretero que sacaba su silla a la vereda. La viuda Elvira, regaba sus plantas y barría la soledad buscando con quién charlar.
En esos días existían las escuelas, no había educación virtual, incluso estaban abiertos los supermercados, y había kiosquitos en los barrios. ¡y carnicerías con las puertas abiertas!
Una sonrisa lo alertó, se había distraído de nuevo. Este no era un buen día para salir a buscar azúcar, su mente no dejaba de traerle recuerdos, incluso había soñado que nadaba en el río, como lo hacía con su padre.
Se sacó el rifle de la espalda y lo colgó en el hombro, así sería más fácil.
Una de las casas abandonadas tenía muy crecido el jardín, habían avisado al municipio, pero no vinieron a erradicarlo. Nadie sabe lo que puede albergar un matorral. Se acercaba a esa vereda, decidió cruzar la calle para tener mejor vista. Algo se movió entre las plantas resecas. Empuñó la pistola, y sin esperar a ver, disparó… - si, cayó uno- pero no sabía si había más, así que volvió a disparar, pero nada más ocurrió. Eso era extraño, nunca andan solos, se alegró de haberlo visto, esta vez tuvo suerte.
Un poco más de tres cuadras y llegaría. Al cruzar la bocacalle, vio que a unos 500 metros un grupo corría, eran unos 15 muchachos buscando. Terminó de cruzar en dos grandes zancadas, con suerte no lo habrían visto, se ocultó tras la columna de alumbrado y espió. El corazón se apuraba, pero debía calmarlo. No lo habían visto, porque de ser así, ya vendrían por él. Respiró una vez más y continuó. Se dio cuenta de que cada vez caminaba más rápido, pero si corría llamaría más la atención. 
Las siguientes dos cuadras parecieron larguísimas, pero al fin llegó a ver el cartel de Luisa, el viejo cartel del almacén de Luisa, colgando sobre la acera, había sobrevivido a tantos ataques, como la acribillada pared. Una chapa de 10 milímetros cerraba el acceso. Llamó por radio a Luisa y le pidió azúcar y un par de cosas más. Pasó el dinero por la minúscula rendija y una bandeja reversible le entregó los productos. Una nota acompañaba los paquetes: “Juan, estás loco, los blindados pueden llevarte lo que quieras, no te juegues la vida, un abrazo, amigo mío”.
Puso la boca en la rendija del dinero y dijo: -Gracias, amiga- Luisa había sido gran amiga de Ana, iban juntas al cine, en tiempos en que eso podía hacerse.
Miró atrás, debía volver, siempre era más difícil si se llevaban productos, como si ellos pudieran olfatearlos. Metió en su chaqueta los paquetes, ajustó el cinturón y comenzó el camino de retorno. Mario le avisó por radio que no volviera por Junín, había llegado un grupo a buscar al caído, lo estaban buscando.
Dio la vuelta por Av. Santa fe  y se desvió dos cuadras, para luego regresar por Azcuénaga, ahora iba al trote, si todo salía bien, lo buscarían por Callao. Cuando llegó a Juncal, un par de ellos en moto le aparecieron por detrás, solo giró y disparó a matar, cayeron y la moto siguió unos metros. Debía correr ahora, los otros debieron escuchar los disparos.
Subió por Azcuénaga de árbol en árbol, escuchando con atención. Fernando le avisó por radio,  que estaban en Junín y Pena. Acababa de pasar Pena, ya estaba en  Gral. Las Heras, a una cuadra del cementerio, se pegó a los árboles, se arrastró despacio y esperó que no hubiera alguien tras las columnas de la entrada. Se sentía agitado y muy cansado. Revisó los paquetes dentro de la chaqueta militar y agazapado continuó hacia su calle, Posadas. Ya casi estaba en casa de nuevo, vio las ventanas de hierro, sacó la llave de su bolsillo izquierdo y rápidamente, temblando, abrió la puerta, justo antes de cerrarla escucho corridas en su dirección. Cerró con desesperación y puso las 5 trabas. Pegó su espalda a la pared y escuchó con atención. Después de unos segundos una seguidilla de disparos,  dibujó un camino en las paredes de la casa.
Luego las voces se alejaron, escapes de motos, risas y gritos despojados de humanidad.
Devolvió el rifle a su lugar, desabotonó la chaqueta y el cinturón y con cuidado infinito, sacó los paquetes. Se quitó la chaqueta y quedó con su remera vieja pegada al cuerpo húmedo de transpiración.
Puso a calentar el agua. Se sentó en la cocina, mirando al televisor apagado. El sol que se filtraba entre las rejas del patio,  le recordó que todavía era de mañana. El gato se frotó por su pierna, tal vez para ayudarle a recuperar la calma. 
Sus ojos cansados miraron para adentro y los recuerdos llegaron como una salvaje inundación. Y con ellos: Ana. Podía verla allí, en esa misma cocina. Jamás dejaba de hacer cosas, cocinaba y los aromas se derramaban calle abajo. No le costaba sonreír. Ella le había salvado la vida con su amorosa presencia por 34 años.
Pero él no pudo salvar la suya en aquél terrible instante. Los de la moto, la arrastraron más de veinte metros para sacarle su cartera, ella no quiso rendirse, al final le dispararon en el pecho. Justo ahí, donde su amor por la vida, resonaba cada día. Llegó tarde, Ana se había escapado con el viento, esa tarde de verano. 
Fue el día en que sus ojos se secaron, no había grito que alcanzara para mostrar el dolor.
Fueron los últimos tiempos de libertad. A los dos años, las calles se vaciaron. Se implementó el trabajo virtual, las compras virtuales, la educación y las relaciones, virtuales también. Las únicas actividades que se preservaron, fueron las de Alta Custodia, para emergencias y obras públicas.
Todos reforzaron las casas con blindajes. La gente se veía sólo en pantallas. Y afuera los malditos recorrían las calles buscando puntos débiles, presas fáciles. En los últimos tres años, comenzaron a atacarse entre bandas, el olor de la muerte recorría los barrios. Venganza de venganzas, lo que jamás termina.
Juan, a veces, tenía el capricho de salir de compras. Tal vez para recordar cómo era su calle o tal vez, tentando al destino, buscando a su Ana, que en alguna parte lo esperaba. Sin embargo, podía más su instinto y otra vez sobrevivía. 
El sonido punzante de la pava, lo sorprendió, se sirvió un café, abrió el paquete de azúcar y sacó un poco con una cucharita, la elevó bastante y se dedicó a ver cómo el azúcar caía en su café caliente. Era como oro blanco, tenía el mismo valor que su propia vida. Revolvió y saboreó despacio, quemando sus labios. 
Sintió el aroma, sin poder evitar que aquellas lejanas tardes en el “Portezuelo”, se presentaran ante él, como una película en blanco y  negro. Cuántas veces habían dejado correr el tiempo, arreglando el mundo con palabras, en esa mesa, junto a la ventana.
Pero el mundo no se arregló con las palabras. El país siguió en caída libre, las personas se habían acostumbrado a la sangre y al dolor; la gente moría sin razón, sólo por monedas. Muchas familias emigraron, muchas no sobrevivieron. Algunos, como Juan, se aferraron a sus lugares, porque cuando un argentino entrega el corazón a un barrio, ya no se puede abandonar.
Quedó ahí, sentado por un largo tiempo, hasta que el sol se cansó de esperarlo. En penumbras, fue al sofá donde el gato y su guitarra eléctrica dormían. La conectó a la potencia y dejó que un viejo blues cayera por las cuerdas. Pensó: “Carpo, supiste partir a tiempo”.
Afuera alguien aprovechaba la noche para matar un poco más. Subió el volumen y tocó para todo Recoleta, para su cementerio de finos fantasmas, para los viejos amigos, para los perros devorados por la noche, y para su amada compañera,  Ana.



 Autora: Estrella Nancy Pedroza



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