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domingo, 6 de noviembre de 2016

MUERTES DEL PEDEMONTE



La sed


Amaneció, con uno de esos soles que prometen sed. Apenas si había rocío. Se desperezó y se alistó para moverse. Tendría que buscar agua y además… cazar algo para comer. Había fallado varias veces en estos días y el hambre se había vuelto dolorosa compañía. Los demás se habían ido hacía semanas, prefirió seguir solo, pero no era fácil. Su madre la había advertido que si se separaba no tendría demasiadas oportunidades.


La prioridad era el agua, seguramente, allí habrían animales y podría cazar y por fin comer algo. Una brisa caliente rodeaba sus pasos, se levantaba polvo seco, y la arena entraba en su boca. Caminó por tres horas, el sol ardía sobre su cabeza, la voluntad se desintegraba, mientras la tierra se quebraba con cada paso. Le dolía caminar, de a ratos descansaba un poco bajo unos arbustos, pero si no llegaba al agua pronto, no tendría salida.

Había decidido bajar, aunque todos se habían dirigido a los cerros.

El encuentro





De pronto, mezclado con el seco olor de la jarilla, llegó un aroma extraño, un animal andaba por la zona, buscó huellas y cuando las encontró, siguió instintivamente en esa dirección. Si hallaba comida antes que agua, estaría bien.

El viento venia hacia él, no lo olfatearía hasta estar suficientemente cerca. Le dolía el cuerpo de pisar espinas, de raspar su piel en las piedras del piedemonte. Pero tenía hambre, no dejaba de repetirse que hubiera sido mejor si estuviera con su grupo, ellos eran mejores cazadores y en grupo hubiera sido más fácil.

La soledad se le prendió en los ojos, ya era muy tarde, solo quedaba seguir, seguir y atrapar lo que anduviera por allí. Había cazado zorros colorados, un choique jovencito y también atrapó algunos cuises. Ojalá fuera un guanaco, pero estaban más arriba y estaba muy cansado para seguirlos. La semana anterior pudo ubicar una manada de guanacos, su “relincho” fue difícil de vencer, al final, se quedó con uno rezagado que no alcanzó a escapar. Pero desde entonces, el hambre había crecido demasiado.

El olor y los ruidos ya delataban al animal, totalmente desprevenido, como si no tuviera sus cinco sentidos, nunca lo escuchó llegar, aunque tenía buenas orejas, negras, redondas. Se agazapó y sin respirar, saltó sobre él y lo atrapó, justo por el cuello, como le enseñara su madre. No esperaba que fuera así, su piel era muy fina en el cuello y en el cuerpo, tenía una piel sobre otra. El animal se retorció bastante, pero sin muchas fuerzas, no sabía cómo luchar frente a él, chilló por un rato y por fin calló.

No fue difícil, fue bastante simple, mucho más que un guanaco. Buena carne, aunque poca, pero para su hambre sería suficiente, comió sin parar por un rato y después ocultó lo que quedaba. Si encontraba el agua de alguna vertiente, se refrescaría con agua de deshielo y el día habrá valido la pena. Pensó: “si mi madre me viera…”

De pronto un estruendo ensordecedor rebotaba entre los cerros, corrió a esconderse y vio a varios animales, iguales al que terminaba de cazar, estaban en la grieta de la quebrada, corrían en su dirección! Pensó que tendría alimento para varias semanas si se quedaban por allí.

Hasta que otro ruido estalló con ecos y sintió un calor de fuego que le quemaba el costado. Corrió por la ladera, tropezando entre los cactus, trepó hasta que ya no tuvo donde ir. Pasó un tiempo así, oculto entre las piedras. Un cóndor lo miraba desde el cielo, de reojo, y los veía a ellos también.

El dolor era intenso, y ahora la sed se volvía insoportable, era por la carne dulzona…, el sabor había inundado su paladar.  Apenas asomado desde su escondite, vio cómo los animales se llevaban al muerto, en un gran artefacto que corría, camino abajo, ya se veían pequeños, aunque eran muchos.

Los demonios del piedemonte




Se quedó mirando los caminos que tantas veces había recorrido, había disfrutado cada olor, cada acecho, cada sabor. Pero jamás se había encontrado con animales como éstos. Y qué sería ese dolor, punzante, no vino de ellos, pues estaban lejos, cómo podrían hacerle daño a esa distancia, y no hubo garras ni colmillos ni serpientes, nada que conociera. Ya no importaba demasiado, no podía moverse, ni llegar a la vertiente, la vida quería escaparse y lo haría lentamente.

Vinieron los recuerdos, su madre, protectora, su hermano del alma y dos más que los ayudaban a cazar. Pero ninguno le había dicho que existían animales con doble piel, y seguro no sabían cómo era su sabor. Tal vez su madre lo esperaría un poco más, pero luego seguiría subiendo por aquellos cerros. Recordó que siempre le decía: “no bajes, abajo está la muerte”. Qué extraños demonios habitaban el piedemonte, que enviaban la muerte desde lejos, sin enfrentarse cara a cara. Pensó que por eso no tenían garras ni buenos dientes, para qué, si la muerte era su fiel sirviente.

No se veía la ladera, el pequeño valle se derrumbaba en sombras. El sol desapareció tras “el Plata”, llevándose un puñado de nubes con él. La noche llegaba ya, tendiendo un manto frío sobre el cardonal y era tan fácil dormirse y descansar, dejar el dolor, ver a las estrellas de siempre, tan diferentes ahora. Se fue enfriando, aletargado, a su alrededor, la sangre se secaba, como una vertiente que perdiera el curso. Todavía sentía el sabor de su presa, mezclado con su propia sangre.

A dónde irán los pumas al morir?, se quedarán entre las soñadas aguas del deshielo?, se colgarán del ala de un cóndor para llegar a las cimas nevadas? Por qué se encuentra un puma con un muchacho que escucha música, sin registrar su entorno?

La muerte se alimenta de circunstancias, las especies se encuentran donde no deben, un animal que solo busca vivir, un hombre que simplemente estaba allí. Para uno, todo tenía un significado vital, para el otro, nada tuvo sentido.

La noche enfrió los ojos ciegos, un perro salvaje llamó a su manada, otras circunstancias, con otras vidas que encuentran salida para su propia hambre, y sobreviven un día más... Un día más en el piedemonte, donde la vida y la muerte giran, creciendo y cayendo a cada instante. Un día más que nadie recordará.

En el otro mundo, los animales de doble piel y oídos sordos, acumulan sus muertos y siguen sus vidas también. Un joven y un puma hermanados por un solo instante, tan anónimos que no supe sus nombres.




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