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domingo, 6 de noviembre de 2016

LOS PASILLOS DE LA VIDA



−Voy de salida.

−El pase –preguntó la desagradable mujer. Sus gestos eran ásperos y olía a cigarrillo, mezclado con algún talco barato.

Le extendía el cartón y garabateó algo. No me miraba, creo que jamás me miró.

−Chau.

−Chau.

Salí del hospital, después de 24 horas. Me dolía todo, el cuerpo y el alma. Los días en el Central, se me hacían cada vez más largos.


Era un hospital público, de escasos recursos. Los pasillos, con sus paredes sucias, se distribuían de manera confusa. Si no estabas acostumbrado a recorrerlo, seguro que te perdías. Yo trabajo ahí desde hace 8 años… se supone que ya no me pierdo. Pero sí.

No sé si, por aburrimiento, o tal vez por obsesión, empecé a llevar un registro de la gente que tuve que “empacar”. Es un término que usamos, para la tarea de preparar a los fallecidos para la morgue del hospital. Debía desnudarlos, colocarles la bata gris de la morgue; luego pegaba los ojos con una cinta, amarraba sus manos y sus pies, y les colocaba el nombre, en una etiqueta de cartón, atada al dedo gordo del pie, (si había pie).

La idea de que se murieran sin remedio, empezó a molestarme. Sobre todo porque algunos, que trataba, como enfermero, no parecían tan enfermos. Me sorprendía su muerte, que me parecía evitable.

Después de un tiempo, la lista de los muertos crecía, sin darme mucha oportunidad de reflexionar.

Hasta que un día la vi. Andaba por el quinto piso. Era  muy alta, delgadísima, y su piel era de un tono opaco. Ella no me prestaba atención, y empecé a seguirla. Sin embargo, cuando entraba en una habitación, ella había desaparecido.

Todo empezó a tener sentido, cuando noté que mi lista se relacionaba con su entrada a las habitaciones.

Así que empecé a acecharla. Después, se me ocurrió que si yo entraba primero, ella se quedaría afuera. Cuando lo hice, ella me vio por primera vez. Se fue, haciendo un gesto de fastidio. El paciente siguió con vida un día más. Entonces, decidí pelear por  mis pacientes, yo se los ganaría. En cada turno que hacía, corría de un lado a otro, sosteniendo la vida.

Hasta que su paciencia se acabó. Estaba bajando hacia el tercero, cuando me cerró el paso en las escaleras. Me congelé de terror, su mirada era negra y sin brillo. Entonces habló:

−¿Qué crees que haces? −dijo, con una voz muy tenue y, para mi sorpresa, muy dulce también.

−Les doy un tiempo más.

−Son míos.

−Son de la vida, mientras pueda protegerlos.

−Sólo eres el empacador.

−Soy enfermero, yo lavo y atiendo sus heridas, no te los vas a llevar, así nomás.

Extendió su mano y me rozó despacio, produciendo un frío dolor en mi brazo.
Y después me dejó ahí, sentado en las escaleras. Y desapareció.

Ese día, nadie murió en mi turno.

Regresé a casa, me sentía muy cansado. «No sé cuánto tiempo puedo seguir peleando», pensé con tristeza. No tenía apetito, ni ganas de ver TV, mi solitaria vida, me daba la opción de dormir cuanto quisiera. Y realmente lo necesitaba.

Al otro día, me tocaba el turno de la tarde. Me bañé, me puse un uniforme limpio y salí hacia la parada del micro. Llegué como siempre, pasé por la entrada, donde la mujer me pediría el pase, pero estaba muy distraída, hablando de mala manera, con una humilde mujer.

Así que seguí mi camino, y llegué a la enfermería. Habían llegado varias ambulancias, trayendo heridos, de un gran accidente en la avenida. Todos estábamos como locos. Ni nos hablábamos, dedicados a cumplir con nuestro duro trabajo.

Pasamos el día, atendiendo pacientes. Ella rondaba por los pasillos, esperando su turno. Yo me las arreglaba, entre tarea y tarea, para evitar que entrara en las habitaciones de los más graves. Pero se llevó a dos, sin que pudiera hacer nada.

Así pasó el tiempo, y el turno me pareció eterno, porque nunca se hacía la hora de salir. Descansaba un rato en alguna habitación desocupada y volvía a trabajar.

En algún momento, noté que mis compañeros rotaban, pero yo seguía esperando el momento de salir…

Eso nunca pasó. Por la noche, ella se me acercó, mirándome con una triste sonrisa.

−Algunos, se quedarán un tiempo, pero otros, vendrán conmigo. Ese es el trato. –Dijo susurrando.

−Es justo, supongo, −le respondí con resignación−, y qué ocurrirá cuando yo no esté.

−Siempre estarás, tenemos un trabajo eterno…

Sus palabras vibraron dentro de mí...

Caí en la cuenta de que llevaba varios días, trabajando sin parar. Pero mi uniforme no se ensuciaba, ni tenía hambre, o ganas de ir al baño. Me sentía bien, a gusto con la tarea de ganarle vidas a la Muerte.

El tiempo nos hizo compañeros, no sentía rencor por ella, aunque me hubiera arrebatado los latidos, en aquélla escalera. Alguien debía hacer su trabajo, y alguien, debía hacer el mío.

La mujer de la entrada, ahora sí me veía y me saludaba con piedad, sabiendo que ya no tenía mi pase de salida.

La vida y la muerte, juegan a nuestro alrededor, sin pena ni alegría, sólo por jugar.






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