Lo que deteriora la
vida no es la vejez.
Cuando
llega al hogar un recién nacido, se genera sobre él un remolino de energías y
emociones, un gran camino pleno de expectativas se abre en la familia.
Inmediatamente, se comienza a estimular al bebé, las miradas, las sonrisas, la
piel, y todo lo que sea posible, se destina a despertar sus sentidos.
La estrecha
simbiosis con la madre, se desgrana día a día para dar espacio a los demás
miembros de la familia, ampliando la percepción de códigos. El niño es una gran
antena que capta, registra y guarda información. A medida que crece, los campos
de los que recibe estímulos y datos son
cada vez más amplios, esto lo impulsa a salir del seno familiar hacia el mundo. La relación con los padres,
se dispersa un poco más cada día, al ser substituida paulatinamente por otras
relaciones. La escolaridad marca un antes y un después en las relaciones
sociales del niño.
Las
reglas, la inserción en grupos y comunidades, ya no se detendrá hasta la
madurez. Y mientras se construyen los nuevos vínculos, los del pasado se
desvanecen. Perdura una conexión diferente con los padres que va mutando a
medida que se madura. Si el lazo con ellos ha sido importante, se mantendrá a
través del tiempo. Si no es así, el tiempo transformará el amor, en un tipo de responsabilidad
del hijo hacia sus padres mayores.
Y de
esto quería hablar en realidad: de qué se trata esta forma de conexión? Parece
que los hijos “cuidan” la vejez de sus padres, tal como los padres los
“cuidaron” de pequeños, pero ¿realmente es comparable la calidad de atención
recibida en ambos casos?
Los padres
acompañan la niñez con esperanza, estimulando para optimizar el crecimiento en
todos los sentidos. En cambio los hijos, acompañan el último tramo de la vida
de sus padres. Ciertamente no es igual. Emocionalmente puede sentirse el amor
en mayor o menor medida, según la fuerza del vínculo de vida familiar. Pero
quiero ocuparme de lo que ocurre mental y culturalmente, tanto en hijos adultos
como en sus padres mayores.
Las
personas mayores, ya desde los 50 años, sufren el creciente aislamiento al que
la sociedad de consumo los somete. Quedan atrás de la información, de las
modas, de la tecnología. Y nadie parece estar dispuesto a reinsertarlos,
acompañarlos y guiarlos. Se los deja atrás y se los arrastra como si fueran un
penoso lastre social. No pueden conseguir trabajo, porque el mercado laboral
desestima su experiencia de vida. Una sociedad moderna considera un rango de
edad entre los 20 y los 30 años, con suerte, puede estirarse hasta los 40 años.
Los
mayores pueden apenas subocuparse, aun cuando cuentan con toda su energía
vital, lucidez, voluntad y experiencia para seguir activos. Mientras se someten
a esta negación social, los hijos y nietos, desarrollan el hábito de
subestimarlos, cada día sus opiniones y acciones se vuelven más secundarias o
prescindibles, para el entorno familiar.
El adulto mayor aprende a callar, a colocarse a un costado de las escenas
familiares… Se vuelve transparente.
La
medicina dirá que los mayores se deterioran, la familia pensará con pena que ya
no participa, que ya no sonríe tanto, que olvida las cosas, que repite….
Ahora,
con cierto nudo en la garganta, que no sé si es bronca o resignación, haré esta
pregunta: ¿si al llegar un bebé a la familia, se lo subestimara, se lo aislara,
se le cambiaran los pañales y se le diera la comida, como única forma de
“cuidado”. Si al niño no se lo enviara a la escuela, ni se le integrara en la
sociedad, si no se le brindara la información necesaria para manejarse en este
mundo cambiante… ¿Cómo sería ese niño y joven? ¿No se deterioraría su capacidad
de aprender y adaptarse? ¿Será que en un
bebé se fundan esperanzas, pero de un adulto mayor ya no se espera nada? ¿Y si
la sociedad estuviera culturalmente errada en este concepto?
¿Qué ocurre con los mayores que siguen
activos? Es simple, su vitalidad es increíble, porque su largo aprendizaje es
un valor agregado a su vida. Hay ancianos que andan en bicicleta a los 90 años,
que juegan ajedrez mejor que muchos jóvenes, que tienen respuestas y
soluciones, que nadie escucha.
La
naturaleza es inteligente, otorga lo que se espera que otorgue. El problema es
que la sociedad en que vivimos, deja de esperar, nos apaga los sueños antes de
tiempo.
El
consumo rabioso, que mantiene a este sistema que hemos creado y sostenido, no
tiene piedad ni tiempo de escuchar lo que un anciano tiene para decir, no
espera que el anciano cruce la calle, simplemente lo saca de las calles. No
valora una vida de trabajo y abnegación, porque esa valoración no cotiza en la “Bolsa
de Valores”, vaya nombre le fue puesto al corazón mismo del sistema, donde los
valores reales no existen.
La
vejez no aísla, la vejez no deteriora. Lo que aísla y deteriora, es la
precariedad de las relaciones personales, sujetas a una cultura de la urgencia,
alejada de la naturaleza humana. El anciano es convencido por su entorno, de
que ya no puede con la vida. Y cuando alguien se convence de esto, tiene el
reloj de arena en marcha.
Cuánta
crueldad establecida como paradigma, por eso la mirada de un anciano es
devastada por la tristeza. Le enseñan a no esperar nada nuevo, le enseñan a no
soñar y cuando un ser humano no sueña, su mente deja de crear realidades. Lo
que creemos hoy con convicción, viviremos en un futuro. Si no se promueve al
anciano en esta tarea de proyectarse hacia el mañana, su mente se quedará fija
en el pasado. Pensar que no hay futuro es una sentencia inapelable.
Si la
sociedad en su conjunto no es capaz de transformar esta forma de interacción
con sus ancianos, tal vez individualmente, podríamos generar el cambio. Sólo
con aprender a caminar a su ritmo, recibir lo que aún tienen para darnos,
apreciar tantas décadas de esfuerzo y abrirles todas las puertas posibles para
que disfruten sus vidas con dignidad, sintiéndose valioso para los suyos y para
el mundo. Seguramente nos sorprenderán muchas veces antes de partir.
Amar no
es un trámite en una obra social médica, cuidarlo por ratos, depositarlo en un geriátrico costoso. Ellos
nos enseñaron cómo se ama desde que vinimos al mundo. La dedicación espontánea,
no forzada, es una forma de amor real y pleno.