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domingo, 6 de noviembre de 2016

EL VALOR DEL TIEMPO HUMANO

                                            Lo que deteriora la vida no es la vejez.


              Cuando llega al hogar un recién nacido, se genera sobre él un remolino de energías y emociones, un gran camino pleno de expectativas se abre en la familia. Inmediatamente, se comienza a estimular al bebé, las miradas, las sonrisas, la piel, y todo lo que sea posible, se destina a despertar sus sentidos.
             La estrecha simbiosis con la madre, se desgrana día a día para dar espacio a los demás miembros de la familia, ampliando la percepción de códigos. El niño es una gran antena que capta, registra y guarda información. A medida que crece, los campos de los que recibe estímulos y datos  son cada vez más amplios, esto lo impulsa a salir del seno familiar  hacia el mundo. La relación con los padres, se dispersa un poco más cada día, al ser substituida paulatinamente por otras relaciones. La escolaridad marca un antes y un después en las relaciones sociales del niño.
              Las reglas, la inserción en grupos y comunidades, ya no se detendrá hasta la madurez. Y mientras se construyen los nuevos vínculos, los del pasado se desvanecen. Perdura una conexión diferente con los padres que va mutando a medida que se madura. Si el lazo con ellos ha sido importante, se mantendrá a través del tiempo. Si no es así, el tiempo transformará el amor, en un tipo de responsabilidad del hijo hacia sus padres mayores.
              Y de esto quería hablar en realidad: de qué se trata esta forma de conexión? Parece que los hijos “cuidan” la vejez de sus padres, tal como los padres los “cuidaron” de pequeños, pero ¿realmente es comparable la calidad de atención recibida en ambos casos?
              Los padres acompañan la niñez con esperanza, estimulando para optimizar el crecimiento en todos los sentidos. En cambio los hijos, acompañan el último tramo de la vida de sus padres. Ciertamente no es igual. Emocionalmente puede sentirse el amor en mayor o menor medida, según la fuerza del vínculo de vida familiar. Pero quiero ocuparme de lo que ocurre mental y culturalmente, tanto en hijos adultos como en sus padres mayores.
               Las personas mayores, ya desde los 50 años, sufren el creciente aislamiento al que la sociedad de consumo los somete. Quedan atrás de la información, de las modas, de la tecnología. Y nadie parece estar dispuesto a reinsertarlos, acompañarlos y guiarlos. Se los deja atrás y se los arrastra como si fueran un penoso lastre social. No pueden conseguir trabajo, porque el mercado laboral desestima su experiencia de vida. Una sociedad moderna considera un rango de edad entre los 20 y los 30 años, con suerte, puede estirarse hasta los 40 años.
                  Los mayores pueden apenas subocuparse, aun cuando cuentan con toda su energía vital, lucidez, voluntad y experiencia para seguir activos. Mientras se someten a esta negación social, los hijos y nietos, desarrollan el hábito de subestimarlos, cada día sus opiniones y acciones se vuelven más secundarias o prescindibles,  para el entorno familiar. El adulto mayor aprende a callar, a colocarse a un costado de las escenas familiares… Se vuelve transparente.

               La medicina dirá que los mayores se deterioran, la familia pensará con pena que ya no participa, que ya no sonríe tanto, que olvida las cosas, que repite….
               Ahora, con cierto nudo en la garganta, que no sé si es bronca o resignación, haré esta pregunta: ¿si al llegar un bebé a la familia, se lo subestimara, se lo aislara, se le cambiaran los pañales y se le diera la comida, como única forma de “cuidado”. Si al niño no se lo enviara a la escuela, ni se le integrara en la sociedad, si no se le brindara la información necesaria para manejarse en este mundo cambiante… ¿Cómo sería ese niño y joven? ¿No se deterioraría su capacidad de aprender y adaptarse?  ¿Será que en un bebé se fundan esperanzas, pero de un adulto mayor ya no se espera nada? ¿Y si la sociedad estuviera culturalmente errada en este concepto?
                 ¿Qué ocurre con los mayores que siguen activos? Es simple, su vitalidad es increíble, porque su largo aprendizaje es un valor agregado a su vida. Hay ancianos que andan en bicicleta a los 90 años, que juegan ajedrez mejor que muchos jóvenes, que tienen respuestas y soluciones, que nadie escucha.
                La naturaleza es inteligente, otorga lo que se espera que otorgue. El problema es que la sociedad en que vivimos, deja de esperar, nos apaga los sueños antes de tiempo.
               El consumo rabioso, que mantiene a este sistema que hemos creado y sostenido, no tiene piedad ni tiempo de escuchar lo que un anciano tiene para decir, no espera que el anciano cruce la calle, simplemente lo saca de las calles. No valora una vida de trabajo y abnegación, porque esa valoración no cotiza en la “Bolsa de Valores”, vaya nombre le fue puesto al corazón mismo del sistema, donde los valores reales no existen.
               La vejez no aísla, la vejez no deteriora. Lo que aísla y deteriora, es la precariedad de las relaciones personales, sujetas a una cultura de la urgencia, alejada de la naturaleza humana. El anciano es convencido por su entorno, de que ya no puede con la vida. Y cuando alguien se convence de esto, tiene el reloj de arena en marcha.
                Cuánta crueldad establecida como paradigma, por eso la mirada de un anciano es devastada por la tristeza. Le enseñan a no esperar nada nuevo, le enseñan a no soñar y cuando un ser humano no sueña, su mente deja de crear realidades. Lo que creemos hoy con convicción, viviremos en un futuro. Si no se promueve al anciano en esta tarea de proyectarse hacia el mañana, su mente se quedará fija en el pasado. Pensar que no hay futuro es una sentencia inapelable.
                 Si la sociedad en su conjunto no es capaz de transformar esta forma de interacción con sus ancianos, tal vez individualmente, podríamos generar el cambio. Sólo con aprender a caminar a su ritmo, recibir lo que aún tienen para darnos, apreciar tantas décadas de esfuerzo y abrirles todas las puertas posibles para que disfruten sus vidas con dignidad, sintiéndose valioso para los suyos y para el mundo. Seguramente nos sorprenderán muchas veces antes de partir.


               Amar no es un trámite en una obra social médica, cuidarlo por ratos,  depositarlo en un geriátrico costoso. Ellos nos enseñaron cómo se ama desde que vinimos al mundo. La dedicación espontánea, no forzada, es una forma de amor real y pleno.

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