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miércoles, 29 de marzo de 2017

Amor voraz



Elena se había derrumbado, encarnándose en su habitación, donde el color oliva chorreaba por las paredes, los sillones y las viejas cortinas. Era un reino verde, opaco, con algunos chillidos que lanzaba el terciopelo rojo.
La casa había sido refugio de decenas de ancestros “Errantes”,  rezumaba  tragedia por sus rincones.
Cada uno se había servido del Poder Primordial, accediendo a los más brutales secretos de la alquimia familiar, pero Elena van Bloed, había logrado ir más allá. Sus primas criticaban sus preferencias, sólo Landa, su hermana menor, admiraba su originalidad y exquisitez.
Los muertos de la familia se aburrieron de Elena y abandonaron la casa, desde entonces la planta baja había quedado demasiado lejos, el primer piso amenazaba con cerrarse por completo. Le gustaba la segunda planta, porque los balcones podrían dejar entrar el viento, si un día lo permitiera.
Ese viernes arrastró provisiones por la enorme escalera, enredando en su vestido los lazos que ya extendía el jardín por el lúgubre vestíbulo. Las sombras dejaban tejer a las arañas, porque no había otra manera de calcular el tiempo después de la impresionante caída que sufrieron los relojes, el día en que la última madre desapareciera...
Elena era tan bella como para marear a los hombres, los elegía despacio, como se escoge una presa. Ella dejaba que su mirada de serpiente les rondara los tobillos, justo hasta la entrepierna. Las mayores le habían enseñado cómo hacer que las rodillas de un hombre golpearan el piso por amor.
Se divertía unos meses, lamiendo la piel, enamorando hasta el delirio al infeliz, pero las ganas llegaban y las uñas comenzaban a raspar despacio, como si se tratara de pasión. Le gustaba ver su excitación, el morbo saliendo por sus ojos, el miembro, creyéndose letal e imponente, buscando penetrar entre las pálidas columnas.
No había sido madre, no le había dado tiempo, el hambre siempre llegaba primero… a veces, se sentía sola, como si pudiera sentir pena, aunque no sabía muy bien de qué se trataba. Recorría las habitaciones pariendo ecos y aplastando recuerdos con sus tacones de madera negra.
Pronto saldría a cazar, solo quedaban trozos del alemán, ya casi lo olvidaba mezclándolo con tantos recuerdos similares. Pero el sabor ácido lo identificaba bien, no era de su preferencia, prefería el dulzor del portugués, o el picante aroma del italiano… ah, qué placeres se había concedido.
“Te apuras demasiado”, le decía la hermosa sueca Ont, cuando la visitó en el verano, “si continúas así, no serás madre”. Elena lo sabía, debía ser paciente, contar semen antes que sangre, tal vez no era tan valiente como las demás y no quería entregarse todavía a la voracidad de una hija o… sólo le gustaba estar viva y disfrutar la cacería.
En febrero, el jardín se había congelado, aprovechó para salir, después de tres meses de sosiego involuntario  no quedaban provisiones, más que las conservas de emergencia, si continuaba allí, el segundo piso se la tragaría para siempre.
Se puso el mejor vestido y esperó la noche, parada sobre sus tacones, simulando un desperfecto en su automóvil. Se detuvieron seis candidatos, pero el olor agrio le producía náuseas, así que uno a uno los rechazó, perdonándoles la vida, no por compasión, sino por asco.
Bodolf Verge era un investigador de elite, a quien Interpol le había asignado un caso escalofriante: en los bosques de Espinosa de los Monteros, en Castilla de León, un grupo de turistas había encontrado restos humanos, diseminados por las colinas; huesos que las alimañas habían limpiado prolijamente y que al reunirse, luego de una docena de denuncias, delataban la muerte de más de cincuenta personas.
Los forenses tardaron casi un año en agrupar los restos para saber algún detalle que ayudara en la investigación. El resultado fue contundente, 37 hombres y  13 mujeres habían terminado sus vidas en el tupido bosque. Pero como siempre, nadie quería hablar y los que lo hacían, solo inventaban o repetían rumores del vecindario.
Cuando llegó a Espinosa de Monteros, sus colegas estaban desorientados y con pocas ganas de enfrentar semejante investigación, aunque las noticias ya habían trascendido la comarca. El pueblo se hallaba invadido de reporteros y curiosos que cuestionaban el nulo accionar del departamento. Su llegada no era bien recibida, pero reconocían que la cuestión superaba su entrenamiento y experiencia.
Luego de leer las escasas páginas de los hallazgos, no encontró un indicio, una prueba o una hipótesis siquiera. Por eso condujo hacia el bosque, preparado para pasar algunas noches allí, quería sentir el lugar, con la esperanza de hallar o deducir algo que trajera luz al oscuro caso.
Acampó a orillas del Río Trueba, era un lugar hermoso, que nadie visitaba desde que se hicieran los macabros hallazgos. Los peces no sabían de crímenes y abundaban en el río, era un placer que había postergado por años y ahora confluía con su trabajo. Entonces sacó de la cajuela del auto, la polvorienta caña de pescar. Hasta encontró un par de “moscas”, buscó lombrices y por tres horas, se dedicó a pescar, olvidando el caso, su trabajo y el hosco pueblo donde se encontraba.
Logró un par de pequeñas truchas, suficiente para la cena y también para su ego. La noche desplegó perfumes y estrellas, como si la muerte no hubiera encontrado alimento en esas tierras. Y su añeja soledad se sentó a su lado…juntos recordaron amores y abandonos.
Cuando el sol destiñó el alba, la realidad volvió a montarse en su mente de investigador. Recorrió los lugares donde se hallaron los restos, generándose un mapa que giraba en torno a un punto, en lo alto de la colina. Recogió el campamento para dirigirse allí, por un sinuoso camino que antes fuera el mejor recorrido de turistas y visitantes del Río Trueba.
Ella estaba junto a su automóvil, esperando ayuda, parecía una visión de las que los hombres despiertan a menudo con una sonrisa. Su vestido corto, negro y liviano, se agitaba con el viento, dejando ver un par de piernas perfectas. Su pelo giraba a su alrededor, como un remolino de fuego oscuro. Cuando Bodolf se detuvo a ofrecer ayuda, ya no estaba en sus cabales, su soledad y la inaudita belleza de la mujer, se confabularon de inmediato.
−Necesitas ayuda? –dijo… se arrepintió de caer en la obviedad.
−No entiendo nada, funcionaba bien y de repente… −dijo ella, el sol estalló en sus ojos verdes, pero Bodolf sólo podía mirar su boca.
−Hacia dónde ibas? –otra obviedad.
−Subía hacia mi casa.
−Yo iba en esa dirección, si quieres, te llevo.
“Éste huele bien”, pensó Elena y dejó que pensara que él era quien la estaba llevando.
A pesar de que su pensamiento lo distraía, cayendo por las piernas de la mujer, su curiosidad fue despertándose… ¿hacia dónde iba esa mujer?, como si no supiera sobre los eventos de ese año, ¿seguía viviendo en la colina? Las preguntas le sacaban  filo a su interés por ella.
Al llegar, una vieja y enorme casa, que luchaba contra el bosque, los recibió en esa mañana. Aunque el sol crecía y el día estaba claro, a Bodolf le pareció que había oscurecido un poco, al acercarse al umbral de la casa.
−Perdona el desorden, nadie quiere venir hasta aquí para ayudarme con la limpieza, y esta casa es demasiado grande para mí – dijo Elena, apurándose a ordenar.
−No te preocupes – dijo él observando las telas de arañas que caían como cascada bajo la escalera. Pensó que el lugar era lúgubre, triste como el brillo en la mirada de Elena.
Pétalos secos sobre el mantel. Ella volvió con dos tazas de café sobre una bandeja de plata oxidada. Alguna vez había sido un lugar fabuloso, donde la gente acudía por sus grandes fiestas. Alguna vez, la enorme araña debió tener todos sus caireles y sus treinta lámparas en uso. Pero ahora, una lánguida luz de velador luchaba contra las sombras del rincón.
−He vivido aquí siempre. Cuando mis tías y mi madre murieron, quedé sola.
−Tu padre también murió?
−No lo conocí, murió antes de…−una sombra como fantasma pasó por sus ojos−…que yo naciera.
−Has escuchado sobre las muertes en el bosque? – recordó de pronto por qué estaba allí y decidió olvidar por un instante los labios rojos y el cuello desnudo de Elena.
Ella asintió levemente mirando su café.
−No voy muy seguido al pueblo, no me entero de muchas cosas, pero sí oí el alboroto sobre eso.
−Has visto o escuchado algo en los alrededores que haya llamado tu atención?
−Pasa poca gente por aquí, algunos mochileros que acampan donde no deben, amantes en automóviles, en fin. El letrero de “Propiedad Privada” no significa nada para algunos.
Encendió un cigarro y le invitó otro. Quedaron mirando a través del enorme y sucio ventanal. Ninguno pensaba ya en lo que sucedía en el bosque.
−Será mejor subir al segundo piso –dijo Elena.
Él se dejó llevar, sería bueno ver qué más había allí.
La vegetación del jardín envolvía los dinteles de las ventanas sin vidrios. El primer piso parecía inhabitable, abandonado a su suerte. Algunos pájaros habían hecho nido en las esquinas.
Se preguntaba cómo podía vivir allí una mujer tan exquisita. Ella era culta, elegante. Y así era el segundo piso.
En el segundo piso todo era diferente. Limpio, ordenado, con terciopelos cubriendo los ventanales. Ella los abrió uno a uno, y la luz creó reflejos en su cabello rojizo. Sintió que una mujer así podría enloquecer a cualquier hombre. Pero estaba tan sola… algo no estaba bien.
De repente su instinto le dijo que saliera de allí. No entró en las habitaciones donde ella lo invitaba, dio media vuelta y casi corrió por las escaleras.
−Es tarde, debo trabajar. Gracias por tu amabilidad.
De regreso al pueblo observó aquél inmenso bosque, donde el horror enmohecía.
Siguió investigando por días, pero no había más que rumores contradictorios, leyendas e historias viejas, poco creíbles.
Las viejas decían que la familia van Bloed era un antiguo matriarcado, que las mujeres asesinaban a sus hombres, que eran caníbales debido a una maldición lanzada alguna vez por una gitana del norte. Según decían una van Bloed le habría robado el esposo a la hija de aquella gitana. La joven desapareció en el bosque, los lobos se encargaron de ella.
Nikka, la más anciana del pueblo, le susurró la maldición al oído, dejando un baho de aliento malsano a su alrededor. –Así como los lobos comieron a mi niña, las mujeres van Bloed consumirán a sus hombres y serán comida para sus propias hijas.
Su mente no podía ni imaginar semejante aberración. El imaginario colectivo debió haber generado esas historias, pensó.
Pero por las noches, fue difícil dormir. Elena, las mujeres van Bloed, la casa, el bosque, su boca, sus caderas subiendo la escalera, sus ojos llenos de sombras antiguas.
No pudo más. Regresó a verla. Ella estaba de nuevo en el camino, con su automóvil.
−Deberás ver a un buen mecánico.
Ella no se sorprendió. Una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios.
−Es cierto, esta subida le cuesta al viejo Cadillac.
Subió en el pequeño Citroen de él. Sus piernas se dejaron ver de forma increíble. Tan cerca de sus manos…
No hablaron, ni una mirada. Y así llegaron a la casa con la certeza de que harían el amor hasta quedar exhaustos.
Bebieron el vino más intenso.
Nunca había sentido una entrepierna como aquélla, de pura seda, perfumada con el fuego del averno. Su pelo caía y se enredaba mientras él seguía anclado a sus ojos. Cuando el clímax fue insoportable, se derramó en ella, muy dentro, donde la carne latía de éxtasis. Se durmió con su mano sobre sus pechos. Entre sueños creyó sentir algo… pero nada más.
Elena estaba ovulando aquél día. Elena sabía que el hombre había llegado por fin, en el momento justo. Lamió despacio la piel sudada, las hormonas exaltadas aún condimentaban los poros. Mordió suavemente. Mordió. Mordió y supo que ya no podría detenerse.
Cuando la piel se rompió, el músculo se ofreció ante su boca. Mordió. Mordió y comenzó a llorar, mordió y gritó de placer, de hambre, de soledad ensangrentada.
El vino había hecho bien su trabajo y ella ya lo había perdido.
Doce años después, su hija no dejaba de recordarle aquellos ojos. Ya se acercaba el día en que sentiría hambre por su madre Elena.
Se preparó aquél día, untando su  piel con arsénico. El jardín ya había entrado al segundo piso. Era tiempo.
Durante la noche, su hija, Anabella, entró despacio y se recostó sobre su pecho. Y despacio, con amor, comenzó a lamer…
                                                                                       Estrella Pedroza






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