Elena se había derrumbado, encarnándose en su
habitación, donde el color oliva chorreaba por las paredes, los sillones y las
viejas cortinas. Era un reino verde, opaco, con algunos chillidos que lanzaba
el terciopelo rojo.
La casa había sido refugio de decenas de ancestros “Errantes”, rezumaba tragedia por sus rincones.
Cada uno se había servido del Poder Primordial, accediendo a los más brutales secretos de la alquimia familiar, pero Elena van Bloed, había logrado ir más allá. Sus primas criticaban sus preferencias, sólo Landa, su hermana menor, admiraba su originalidad y exquisitez.
Cada uno se había servido del Poder Primordial, accediendo a los más brutales secretos de la alquimia familiar, pero Elena van Bloed, había logrado ir más allá. Sus primas criticaban sus preferencias, sólo Landa, su hermana menor, admiraba su originalidad y exquisitez.
Los muertos de la familia se aburrieron de Elena y
abandonaron la casa, desde entonces la planta baja había quedado demasiado
lejos, el primer piso amenazaba con cerrarse por completo. Le gustaba la
segunda planta, porque los balcones podrían dejar entrar el viento, si un día
lo permitiera.
Ese viernes arrastró provisiones por la enorme
escalera, enredando en su vestido los lazos que ya extendía el jardín por el lúgubre
vestíbulo. Las sombras dejaban tejer a las arañas, porque no había otra manera
de calcular el tiempo después de la impresionante caída que sufrieron los
relojes, el día en que la última madre desapareciera...
Elena era tan bella como para marear a los hombres,
los elegía despacio, como se escoge una presa. Ella dejaba que su mirada de
serpiente les rondara los tobillos, justo hasta la entrepierna. Las mayores le
habían enseñado cómo hacer que las rodillas de un hombre golpearan el piso por
amor.
Se divertía unos meses, lamiendo la piel, enamorando
hasta el delirio al infeliz, pero las ganas llegaban y las uñas comenzaban a
raspar despacio, como si se tratara de pasión. Le gustaba ver su excitación, el
morbo saliendo por sus ojos, el miembro, creyéndose letal e imponente, buscando
penetrar entre las pálidas columnas.
No había sido madre, no le había dado tiempo, el
hambre siempre llegaba primero… a veces, se sentía sola, como si pudiera sentir
pena, aunque no sabía muy bien de qué se trataba. Recorría las habitaciones
pariendo ecos y aplastando recuerdos con sus tacones de madera negra.
Pronto saldría a cazar, solo quedaban trozos del
alemán, ya casi lo olvidaba mezclándolo con tantos recuerdos similares. Pero el
sabor ácido lo identificaba bien, no era de su preferencia, prefería el dulzor
del portugués, o el picante aroma del italiano… ah, qué placeres se había
concedido.
“Te apuras demasiado”, le decía la hermosa sueca
Ont, cuando la visitó en el verano, “si continúas así, no serás madre”. Elena
lo sabía, debía ser paciente, contar semen antes que sangre, tal vez no era tan
valiente como las demás y no quería entregarse todavía a la voracidad de una
hija o… sólo le gustaba estar viva y disfrutar la cacería.
En febrero, el jardín se había congelado, aprovechó
para salir, después de tres meses de sosiego involuntario no quedaban provisiones, más que las conservas
de emergencia, si continuaba allí, el segundo piso se la tragaría para siempre.
Se puso el mejor vestido y esperó la noche, parada
sobre sus tacones, simulando un desperfecto en su automóvil. Se detuvieron seis
candidatos, pero el olor agrio le producía náuseas, así que uno a uno los
rechazó, perdonándoles la vida, no por compasión, sino por asco.
Bodolf Verge era un investigador de elite, a quien
Interpol le había asignado un caso escalofriante: en los bosques de Espinosa de
los Monteros, en Castilla de León, un grupo de turistas había encontrado restos
humanos, diseminados por las colinas; huesos que las alimañas habían limpiado
prolijamente y que al reunirse, luego de una docena de denuncias, delataban la
muerte de más de cincuenta personas.
Los forenses tardaron casi un año en agrupar los
restos para saber algún detalle que ayudara en la investigación. El resultado
fue contundente, 37 hombres y 13 mujeres
habían terminado sus vidas en el tupido bosque. Pero como siempre, nadie quería
hablar y los que lo hacían, solo inventaban o repetían rumores del vecindario.
Cuando llegó a Espinosa de Monteros, sus colegas
estaban desorientados y con pocas ganas de enfrentar semejante investigación,
aunque las noticias ya habían trascendido la comarca. El pueblo se hallaba
invadido de reporteros y curiosos que cuestionaban el nulo accionar del
departamento. Su llegada no era bien recibida, pero reconocían que la cuestión
superaba su entrenamiento y experiencia.
Luego de leer las escasas páginas de los hallazgos,
no encontró un indicio, una prueba o una hipótesis siquiera. Por eso condujo
hacia el bosque, preparado para pasar algunas noches allí, quería sentir el
lugar, con la esperanza de hallar o deducir algo que trajera luz al oscuro
caso.
Acampó a orillas del Río Trueba, era un lugar
hermoso, que nadie visitaba desde que se hicieran los macabros hallazgos. Los
peces no sabían de crímenes y abundaban en el río, era un placer que había
postergado por años y ahora confluía con su trabajo. Entonces sacó de la
cajuela del auto, la polvorienta caña de pescar. Hasta encontró un par de
“moscas”, buscó lombrices y por tres horas, se dedicó a pescar, olvidando el
caso, su trabajo y el hosco pueblo donde se encontraba.
Logró un par de pequeñas truchas, suficiente para la
cena y también para su ego. La noche desplegó perfumes y estrellas, como si la
muerte no hubiera encontrado alimento en esas tierras. Y su añeja soledad se
sentó a su lado…juntos recordaron amores y abandonos.
Cuando el sol destiñó el alba, la realidad volvió a
montarse en su mente de investigador. Recorrió los lugares donde se hallaron
los restos, generándose un mapa que giraba en torno a un punto, en lo alto de
la colina. Recogió el campamento para dirigirse allí, por un sinuoso camino que
antes fuera el mejor recorrido de turistas y visitantes del Río Trueba.
Ella estaba junto a su automóvil, esperando ayuda,
parecía una visión de las que los hombres despiertan a menudo con una sonrisa.
Su vestido corto, negro y liviano, se agitaba con el viento, dejando ver un par
de piernas perfectas. Su pelo giraba a su alrededor, como un remolino de fuego
oscuro. Cuando Bodolf se detuvo a ofrecer ayuda, ya no estaba en sus cabales,
su soledad y la inaudita belleza de la mujer, se confabularon de inmediato.
−Necesitas ayuda? –dijo… se arrepintió de caer en la
obviedad.
−No entiendo nada, funcionaba bien y de repente…
−dijo ella, el sol estalló en sus ojos verdes, pero Bodolf sólo podía mirar su
boca.
−Hacia dónde ibas? –otra obviedad.
−Subía hacia mi casa.
−Yo iba en esa dirección, si quieres, te llevo.
“Éste huele bien”, pensó Elena y dejó que pensara
que él era quien la estaba llevando.
A pesar de que su pensamiento lo distraía, cayendo
por las piernas de la mujer, su curiosidad fue despertándose… ¿hacia dónde iba
esa mujer?, como si no supiera sobre los eventos de ese año, ¿seguía viviendo
en la colina? Las preguntas le sacaban filo a su interés por ella.
Al llegar, una vieja y enorme casa, que luchaba
contra el bosque, los recibió en esa mañana. Aunque el sol crecía y el día
estaba claro, a Bodolf le pareció que había oscurecido un poco, al acercarse al
umbral de la casa.
−Perdona el desorden, nadie quiere venir hasta aquí
para ayudarme con la limpieza, y esta casa es demasiado grande para mí – dijo
Elena, apurándose a ordenar.
−No te preocupes – dijo él observando las telas de
arañas que caían como cascada bajo la escalera. Pensó que el lugar era lúgubre,
triste como el brillo en la mirada de Elena.
Pétalos secos sobre el mantel. Ella volvió con dos
tazas de café sobre una bandeja de plata oxidada. Alguna vez había sido un
lugar fabuloso, donde la gente acudía por sus grandes fiestas. Alguna vez, la
enorme araña debió tener todos sus caireles y sus treinta lámparas en uso. Pero
ahora, una lánguida luz de velador luchaba contra las sombras del rincón.
−He vivido aquí siempre. Cuando mis tías y mi madre
murieron, quedé sola.
−Tu padre también murió?
−No lo conocí, murió antes de…−una sombra como
fantasma pasó por sus ojos−…que yo naciera.
−Has escuchado sobre las muertes en el bosque? – recordó
de pronto por qué estaba allí y decidió olvidar por un instante los labios
rojos y el cuello desnudo de Elena.
Ella asintió levemente mirando su café.
−No voy muy seguido al pueblo, no me entero de
muchas cosas, pero sí oí el alboroto sobre eso.
−Has visto o escuchado algo en los alrededores que
haya llamado tu atención?
−Pasa poca gente por aquí, algunos mochileros que
acampan donde no deben, amantes en automóviles, en fin. El letrero de “Propiedad
Privada” no significa nada para algunos.
Encendió un cigarro y le invitó otro. Quedaron mirando
a través del enorme y sucio ventanal. Ninguno pensaba ya en lo que sucedía en
el bosque.
−Será mejor subir al segundo piso –dijo Elena.
Él se dejó llevar, sería bueno ver qué más había
allí.
La vegetación del jardín envolvía los dinteles de
las ventanas sin vidrios. El primer piso parecía inhabitable, abandonado a su
suerte. Algunos pájaros habían hecho nido en las esquinas.
Se preguntaba cómo podía vivir allí una mujer tan
exquisita. Ella era culta, elegante. Y así era el segundo piso.
En el segundo piso todo era diferente. Limpio,
ordenado, con terciopelos cubriendo los ventanales. Ella los abrió uno a uno, y
la luz creó reflejos en su cabello rojizo. Sintió que una mujer así podría
enloquecer a cualquier hombre. Pero estaba tan sola… algo no estaba bien.
De repente su instinto le dijo que saliera de allí. No
entró en las habitaciones donde ella lo invitaba, dio media vuelta y casi
corrió por las escaleras.
−Es tarde, debo trabajar. Gracias por tu amabilidad.
De regreso al pueblo observó aquél inmenso bosque,
donde el horror enmohecía.
Siguió investigando por días, pero no había más que
rumores contradictorios, leyendas e historias viejas, poco creíbles.
Las viejas decían que la familia van Bloed era un
antiguo matriarcado, que las mujeres asesinaban a sus hombres, que eran
caníbales debido a una maldición lanzada alguna vez por una gitana del norte. Según
decían una van Bloed le habría robado el esposo a la hija de aquella gitana. La
joven desapareció en el bosque, los lobos se encargaron de ella.
Nikka, la más anciana del pueblo, le susurró la
maldición al oído, dejando un baho de aliento malsano a su alrededor. –Así como
los lobos comieron a mi niña, las mujeres van Bloed consumirán a sus hombres y
serán comida para sus propias hijas.
Su mente no podía ni imaginar semejante aberración. El
imaginario colectivo debió haber generado esas historias, pensó.
Pero por las noches, fue difícil dormir. Elena, las
mujeres van Bloed, la casa, el bosque, su boca, sus caderas subiendo la
escalera, sus ojos llenos de sombras antiguas.
No pudo más. Regresó a verla. Ella estaba de nuevo
en el camino, con su automóvil.
−Deberás ver a un buen mecánico.
Ella no se sorprendió. Una pequeña sonrisa se dibujó
en sus labios.
−Es cierto, esta subida le cuesta al viejo Cadillac.
Subió en el pequeño Citroen de él. Sus piernas se
dejaron ver de forma increíble. Tan cerca de sus manos…
No hablaron, ni una mirada. Y así llegaron a la casa
con la certeza de que harían el amor hasta quedar exhaustos.
Bebieron el vino más intenso.
Nunca había sentido una entrepierna como aquélla, de
pura seda, perfumada con el fuego del averno. Su pelo caía y se enredaba
mientras él seguía anclado a sus ojos. Cuando el clímax fue insoportable, se
derramó en ella, muy dentro, donde la carne latía de éxtasis. Se durmió con su
mano sobre sus pechos. Entre sueños creyó sentir algo… pero nada más.
Elena estaba ovulando aquél día. Elena sabía que el
hombre había llegado por fin, en el momento justo. Lamió despacio la piel
sudada, las hormonas exaltadas aún condimentaban los poros. Mordió suavemente. Mordió.
Mordió y supo que ya no podría detenerse.
Cuando la piel se rompió, el músculo se ofreció ante
su boca. Mordió. Mordió y comenzó a llorar, mordió y gritó de placer, de
hambre, de soledad ensangrentada.
El vino había hecho bien su trabajo y ella ya lo
había perdido.
Doce años después, su hija no dejaba de recordarle
aquellos ojos. Ya se acercaba el día en que sentiría hambre por su madre Elena.
Se preparó aquél día, untando su piel con arsénico. El jardín ya había entrado
al segundo piso. Era tiempo.
Durante la noche, su hija, Anabella, entró despacio
y se recostó sobre su pecho. Y despacio, con amor, comenzó a lamer…
Estrella Pedroza
−
No hay comentarios.:
Publicar un comentario